Lo que está en juego el próximo domingo
Toda sociedad registra la mayor parte del tiempo un equilibrio político, económico y social. Este equilibrio significa una forma de interrelación entre el estado, la sociedad y el mercado que se mantiene estable a lo largo del tiempo, aunque esto no significa que ese funcionamiento sea justo o eficiente, bueno o malo. A las puertas de elegir al décimo presidente desde el regreso de la democracia en el año 83, es casi unánime la sensación de encontrarnos frente a una coyuntura crítica.
Una coyuntura crítica es un momento en el que lo que está en juego es algo más que lo que aparentemente se está eligiendo o está sucediendo. Es como cuando tenemos que elegir el camino de la derecha o el de la izquierda con la alta probabilidad de que, una vez hecha la elección, no haya vuelta atrás. Para dejarlo en claro, no toda elección es una coyuntura crítica, pero sí en toda coyuntura crítica hay algo de elección. Y cuando este proceso se produce, es posible que estos cambios perduren un largo tiempo. En ese marco, es posible que el próximo domingo estemos eligiendo algo más que un presidente.
La crisis del año 2001 tuvo también características similares. Una lectura crítica de los años noventa, combinada con una coyuntura favorable para nuestro comercio internacional y un enojo profundo de los ciudadanos con la dirigencia política ( el grito colectivo de que se vayan todos) habilitó el ciclo que se inició con la caída del gobierno del Presidente De la Rúa, la llegada de Duhalde a la presidencia, continuó con los años kirchneristas y que terminará probablemente con la Presidencia de Alberto Fernández.
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Lo que parece estar terminando en estas elecciones es, en efecto, el largo ciclo político iniciado en el período 2001-2003. La crisis política de principios del siglo XXI provocó el colapso del polo no peronista, pero no afectó en profundidad al movimiento justicialista, basado fundamentalmente en su fortaleza como partido garante de la gobernabilidad.
Las últimas dos décadas se organizaron alrededor de un rol activo del Estado que fue ampliando sus campo de intervención, desde cubrir funciones de emergencia en la salida de la crisis hasta la reestatización de empresas privatizadas en los noventa; desde la creación de un subsidio a los sectores que habían sido más castigados durante el menemismo hasta la disolución del sistema de AFJPs y la vuelta al sistema de reparto en el caso de las jubilaciones. Podríamos enumerar muchos ejemplos que ilustran esta nueva concepción que comenzó a emerger a inicios de los 2000 y se terminó de consolidar con los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner.
Los signos de agotamiento de este paradigma estadocéntrico comenzaron a verse a través de dos indicadores claves. Por una lado, una creciente inflación combinada con dificultades para financiar el gasto público así como achicamiento del superávit comercial. Los superávit gemelos de los que tanto hablaba Kirchner, comenzaban a esfumarse. Por otro lado, la crisis con los sectores vinculados al campo fue la expresión política de que esos consensos comenzaban a crujir.
Sin embargo, los cuestionamientos a las debilidades institucionales y republicanas del ejercicio del peronismo en el poder no se trasladaron a un cuestionamiento del rol central del Estado como agente ordenador del proceso económico. La coalición Cambiemos, que lo desplazó del poder en el 2015, tenía como propósito combatir la corrupción e impulsar la transparencia pero una mayoría social reclamaba también que no se tocará a la asignación universal por hijo, que Aerolíneas siguiera siendo estatal, e incluso que el futbol (que en los 90 se pagaba para ver) siguiera siendo transmitido gratuitamente por la televisión pública. Macri se comprometió a eso, y cumplió en casi todo, salvo con la televisación del futbol. La aceleración de los problemas le terminó costando su proyecto reeleccionista y habilitó el regreso del peronismo al gobierno.
Las dificultades se profundizaron durante el gobierno de Alberto Fernández a tal punto que hoy se han roto aquellos consensos post 2001. A tal punto se han roto que los protagonistas de la política en el pasado, de CFK a Macri, pasando por el propio Fernández, hoy están fuera de la competencia electoral. Es decir, los actores que organizaron el conflicto político durante las últimas dos décadas hoy están perdiendo influencia y predicamento en una sociedad cansada tras 10 años de estancamiento económico y alta inflación.
Este es el contexto que explica el ascenso de Javier Milei, impulsado por el hartazgo social con las formas de representación tradicionales y, especialmente, por los más jóvenes, cuyo pasaje a la vida adulta está siendo marcado por dificultades económicas de todo tipo. Hoy sabemos que la polarización que guió y explicó el orden político en el último tiempo está agotada. Sabemos que el modelo de expansión estatal que caracterizó la etapa post-neoliberal está llegando a su fin. Sabemos, además, que la experiencia libertaria está encontrando una carnadura social sorprendente. Está alumbrando, en definitiva, un nuevo equilibrio entre sociedad, mercado y Estado.
Todos los candidatos, no importa el espacio al que pertenezcan, expresan alguna idea explícita o implícita de cambio y saben que van a tener la enorme tarea de la transición entre un equilibrio y el otro. Por eso, aún falta uno de los momentos más relevantes, que es cuando la ciudadanía elige. A partir de este domingo empezaremos a saber quiénes nos conducirán hacia este nuevo equilibrio y cuáles serán las características políticas del inédito ciclo que está naciendo en Argentina. El éxito, como siempre, no está asegurado.
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