El drama le cuesta más votos a los populistas que la incompetencia

Los demagogos no pueden ver que la mayoría de la gente quiere una vida tranquila entre elecciones.

Consideremos la soledad de Giorgia Meloni. La primera ministra italiana es la única jefa de Gobierno de un país del G7 a la que se puede calificar de populista sin exagerar. Ha visto cómo los británicos cambiaban a Boris Johnson por un exalumno de Goldman Sachs. Ha visto cómo los estadounidenses le daban un buen resultado en las elecciones de mitad de término a un presidente en ejercicio. Fuera de las democracias más ricas, vio un Brasil sin Jair Bolsonaro en la cima.

Y no hay que olvidarse que la propia Meloni es una especie de apóstata de la derecha. Para llegar al poder y mantenerse en él, ha tenido que frenar su euroescepticismo, apoyar a Ucrania frente a Rusia y colocar a varias figuras respetables en puestos altos de su gabinete.

Que el populismo está en retirada ya se ha dicho muchas veces últimamente. No se ha dicho exactamente por qué. No finjamos que las élites han "leído el escenario" y respondido a las "preocupaciones legítimas" de los votantes enojados. La inmigración neta en el Reino Unido ha subido, no bajado, desde el Brexit. Estados Unidos tiene tantos problemas como siempre con la gente que cruza su frontera sur. Algunas tendencias económicas en los países ricos pueden verse como un soplo a las zonas centrales enardecidas, como el creciente proteccionismo industrial. Otras, como la suba de las tasas de interés, no. (Donald Trump solía fustigar contra la Fed por su rigidez monetaria).

El populismo no ha terminado, sólo está teniendo un upgrade

No, el populismo ha sufrido un destino mucho más cruel que el de ser discutido, combatido o cedido. Se le ha permitido consumirse.

Antes de ser otra cosa -divisivo, inepto, a veces perspicaz y necesario-, el populismo es agotador. Genera demasiado ruido y escándalo en el gobierno como para que todos los ciudadanos, salvo los más ávidos de noticias, puedan soportarlo durante mucho tiempo. Pensemos en cómo Johnson y Trump se hicieron conocidos como figuras públicas. El programa de televisión semanal. Las apariciones como invitados. El libro ocasional o el negocio llamativo. Estos hombres nunca fueron concebidos para estar expuestos las veinticuatro horas del día, 52 semanas al año, como un líder nacional normal, y mucho menos uno desenfrenado. Lo que es divertido en dosis controladas se convierte en el ruido ambiente de la época.

Supuestamente del pueblo, los demagogos tienden a subestimar lo mucho que el votante medio, entre elecciones, desea una vida tranquila. Lo que acabó con Johnson no fue su gestión de un escándalo sexual parlamentario, sino la sensación de que, si sobrevivía a él, habría otro fiasco, y luego otro. Lo que le pasó a Trump no fue su historial sobre la pandemia (ya era impopular mucho antes de eso), sino la interminable conmoción de la vida pública bajo su mandato. Sería bonito pensar que los estadounidenses estaban haciendo una declaración 'jeffersoniana' sobre la importancia de las normas cívicas cuando lo desalojaron de la Casa Blanca en 2020. 'Ya basta', más bien.

Por qué el rechazo de Chile al populismo puede ser un ejemplo

El drama, más que la incompetencia gubernamental, es lo que impide a los populistas mantenerse en el poder durante mucho tiempo. No fue Trump quien invadió Irak. No fue Johnson quien convirtió a Gran Bretaña en una farsa en los mercados financieros hace unos meses. Si cada hombre hubiera sido más circunspecto en su estilo, pero no diferente en su desempeño administrativo, podría estar en el cargo todavía.

Pero ese drama es innato al populismo. No tiene arreglo. Aburrido por el acto técnico de gobernar, es un movimiento que vive del espectáculo. Por eso, entre otras razones, siempre fue una tontería comparar a gente como Johnson y Trump con los hombres fuertes de los años treinta. Lo que obsesionaba a Mussolini y Franco era el control de la maquinaria gubernamental (con vistas a, ya saben, hacer cosas), no sólo el circo de la política. Fuera lo que fuera un dictador de entreguerras al llegar al poder, no era el perro que perseguía al auto. Tenía un plan demasiado claro para el coche.

Dicho de otro modo, el fascismo consiste en ganar y hacer. El populismo consiste en perder y atacar a los ganadores. Como movimiento, es feliz cuando se encuentra como la gran minoría en el electorado: lo suficiente como para mantener su propio ecosistema mediático, proporcionar oportunidades de ingresos a los estafadores y quizás influir en la política oficial del momento. Pero no lo suficiente como para tener que gobernar. Lo que ocurrió hacia 2016 fue la pérdida de ese equilibrio. Los votantes tuvieron la oportunidad de hartarse de esta gente.

La parábola de Nigel Farage es instructiva. Se ha presentado siete veces al Parlamento británico. Ha fracasado siete veces. Pero, ¿es 'fracasado' el término adecuado? Gran parte de su atractivo e influencia depende de esa distancia del centro de las cosas. Si llegara a entrar, o incluso a formar parte del Gobierno algún día, sería demasiado omnipresente y poderoso para mantener la audiencia que se ganó como carismático aguafiestas. Sin embargo, ese es, en miniatura, el destino del populismo en su conjunto cuando logró su avance electoral en la última década. Una victoria de la que aún se está recuperando.

Temas relacionados
Más noticias de Donald Trump

Las más leídas de Financial Times

Destacadas de hoy

Noticias de tu interés

Compartí tus comentarios

¿Querés dejar tu opinión? Registrate para comentar este artículo.