Elecciones y crisis: ¿qué esperar de la política?
Mientras la crisis económica no para de ofrecer novedades, las preocupaciones de la sociedad se mantienen, desde hace un largo tiempo, estables. En los últimos dos años, la inflación estuvo siempre en el tope de la agenda de problemas de acuerdo con los sondeos de opinión pública de Berensztein/D'Alessio IROL. La incertidumbre económica y la inseguridad se disputan el segundo y el tercer lugar. Esa agenda de preocupaciones no encuentra eco en las principales fuerzas políticas, inmersas en sus propias internas: la sociedad argentina demanda soluciones, pero la política no responde.
La incapacidad de la política argentina de priorizar una crisis económica que parece interminable alimenta el crecimiento de un discurso anti-sistema y anti-política, y está en el corazón del fenómeno Milei. Más aún, la necesidad de orden no le sienta bien a la política argentina, tradicionalmente cómoda en el caos y la discrecionalidad, e incómoda en la estabilidad y la previsibilidad. Por todo esto, una pregunta se impone: ¿qué tan realista es esperar que la política argentina sea el elemento ordenador en medio de esta crisis, dados sus antecedentes históricos y los rasgos de su cultura política?
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En un primer acercamiento, se vuelve importante poner en contexto las impugnaciones que surgen en torno a las disputas por los liderazgos en las principales coaliciones. Para entender si aquellos procesos de enfrentamientos internos son anómalos, se vuelve imperioso abordar la pregunta sobre qué podemos esperar de las fuerzas políticas ante la inminencia de un proceso electoral. Sabemos que, en el marco de una democracia representativa, los partidos políticos son los que ejercen el monopolio de las candidaturas para los cargos públicos electivos. En el caso argentino, el diseño institucional de las PASO obliga a las fuerzas políticas a exponer sus diferencias internas no solo en círculos cerrados de socialización partidaria, sino ante toda la opinión pública. Por eso, los candidatos deben mostrarse sustancialmente distintos, no solo a los candidatos de las otras coaliciones, sino también al rival interno con el que se disputan el liderazgo del espacio. Por esta dinámica, las discusiones internas parecen haber llevado el debate de la dirigencia política a un nivel preocupantemente alto de disociación con las demandas del electorado. ¿Cuál es, sin embargo, la alternativa? ¿Eliminar las internas partidarias? ¿Eliminar las PASO? ¿Hasta qué punto la impugnación a las internas en las principales fuerzas políticas no es también una impugnación a un mecanismo institucional crucial en un sistema democrático?
Veamos, en primer lugar, la interna de Juntos por el Cambio. Caracterizada, es cierto, por alguna disociación con las preocupaciones del electorado, la interna opositora avanza a paso cierto. En los últimos meses, varios candidatos de peso retiraron sus candidaturas, y la competencia interna se cristaliza en un enfrentamiento entre duros y moderados por la candidatura presidencial. Es un proceso deseable: dirimir democráticamente la orientación programática e ideológica del liderazgo del principal espacio opositor. Distinta es la situación en el Frente de Todos, caracterizada por niveles de incertidumbre mucho mayores, y por dos grandes interrogantes. En primer lugar, no sabemos quiénes serán él/la/los candidatos: probablemente no salga de Wado, Kiciloff y Massa, aunque Cristina todavía protege un margen de ambigüedad. El segundo interrogante, acaso más espinoso, tiene que ver con el mecanismo de resolución de la interna: todavía no se sabe si habrá competencia interna o si, en un revival devaluado de 2019, definirá el dedo de Cristina.
El hecho de que la política "desordene" y no proporcione las condiciones necesarias para encontrar una salida a la crisis puede ser frustrante, pero no debería sorprender. Ahora bien, ¿existen antecedentes, nacionales o internacionales, en los que la política haya funcionado como un elemento ordenador en momentos de crisis? ¿O es simplemente una fantasía en las demandas del electorado?
Un primer ejemplo interesante para pensar el problema es el comienzo de la resolución de la crisis financiera de 2007/2008, que ocurrió en los tramos finales de la campaña presidencial que enfrentó a un joven Obama (D) con el general McCain (R). Allí también convergieron una crisis económica con una campaña electoral. Esa crisis entró en una dimensión desconocida el 15 de septiembre de 2008, con el colapso de Lehman Brothers, ocurrida exactamente 11 días antes del primer debate presidencial. El recio general republicano, intentando instalar una operación "McCain al rescate", decidió al día siguiente de la quiebra de Lehman suspender su campaña presidencial y llamar a una reunión en la Casa Blanca para ocuparse de la crisis. El llamado era raro: McCain era un candidato presidencial, no un presidente en ejercicio. El general también pidió suspender el debate presidencial, sugestión que Obama rechazó de cuajo. En la evolución de las encuestas de opinión pública, aquellos días fueron clave. Obama agigantó un liderazgo que hasta entonces era leve, para nunca más perderlo. Un asesor de su campaña electoral diría después: "Ganamos la elección en los 10 días que van del colapso de Lehman al primer debate. Creó la sensación de que un tipo era sólido y tenía los pies sobre la tierra, mientras que el otro no." En aquel caos, sacó ventaja el moderado y racional, no el arrebatado y pasional; la conveniencia electoral convergía con las necesidades del ordenamiento económico. La dinámica ordenadora se registró a continuación también en el Congreso, que aprobó el salvataje, de manera bipartidaria, unos días después.
Es verdad que las diferencias entre el caso argentino de hoy y el caso de los EEUU en 2008 son incontables, por lo que podemos también pensar en un antecedente local: la resolución de la crisis del Tequila en 1995, en paralelo con la campaña electoral en la que Menem obtendría la reelección. Recordemos que, a fines de 1994, una crisis de reservas en México provocó una devaluación del peso mexicano y desató una ola de desconfianza en las economías latinoamericanas a comienzos de 1995. La economía argentina, que había marchado a todo vapor hasta entonces (1994 cerró como el cuarto año de crecimiento consecutivo), comenzó a flaquear: el desempleo cruzó los 18 puntos, la economía se desplomó en la primera parte del año, y la pérdida de reservas puso en cuestión el mantenimiento de la convertibilidad. A pesar de la recesión y del desempleo récord, sin embargo, el miedo al cambio de régimen fue mayor, y ello, junto con una serie de medidas de reducción del gasto público, de aumento de la recaudación y de recomposición de las reservas, alcanzó para un amplio triunfo de Menem en las elecciones de mayo. La crisis de confianza se evaporó a partir de entonces, y la economía volvió a crecer a fines de 1995. A diferencia del caso EEUU-2008, en este segundo ejemplo lo que ordenó fue el triunfo del incumbente (Menem) y el voto pro estabilidad más que el acuerdo entre distintos bandos.
En cualquier caso, la Argentina se acerca a sus elecciones presidenciales en medio de una crisis cuya profundidad final es aún incierta, y la dinámica actual de la política no parece en condiciones de producir algo semejante. ¿Podrán los mecanismos de la política, en un año electoral, ordenar una economía en crisis? Como tantas otras veces, la moneda está en el aire.
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